Con esa rara sensación en la boca del estómago, te fijas con atención en cada una de las ventanas; como si fueses a conseguir que las luces de su interior se encendieran, las cortinas dejaran paso a cada una de las habitaciones, o como si pudieras conseguir darle vida a aquella casa que durante tanto tiempo ha permanecido en trance, ausente... muerta.
Aunque en el fondo, te sientes insignificante, porque sabes que por mucho que mires, que observes y que te fijes en cada detalle, no vas a conseguir nada. Que seguirá sin haber nadie al otro lado de la puerta y todo seguirá como hasta ahora o incluso peor: las mismas flores marchitas, la misma oscuridad, las mismas ventanas cerradas a cal y canto, las telarañas apoderándose de cada esquina de las paredes... y tu ahí, sin el valor suficiente para entrar.
Sin el coraje necesario para enfrentarte a todo el pasado, con miedo a que todos esos años de recuerdos se te vengan encima y te obliguen a recordarlo todo, a llorar. Con temor de que vuelva a abrirse la herida que tantos años habías intentado cicatrizar, con miedo a que el pasado pueda influir en tu futuro, y sin ganas de recapitular aquellos momentos que pasaste con las personas que vivían dentro de ella, dentro de ti.
Entonces te das la vuelta, y de pronto sientes coraje, por el ridículo motivo de que la casa sigue aqui, pero los que le daban vida a ella, y los que realmente te dieron la vida a ti no.
En ese momento, llegas a la conclusión de que la vida era mucho más fácil con solo cinco otoños.
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